Por Manuel Otero
Director General del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA)
Dieciséis millones de agricultores familiares viven y trabajan en las zonas rurales de nuestra América Latina y el Caribe. Ellos y sus familias constituyen la columna vertebral de la agricultura que garantiza la seguridad alimentaria y nutricional de la región.
Pese a ese rol clave, la mayoría de esos agricultores subsiste en un marco de pobreza, de servicios deficitarios, con escaso o nulo acceso a crédito y lejos de la atención de políticas públicas que fomenten la creación de oportunidades de desarrollo social, progreso y trabajo de calidad en las zonas rurales.
La pandemia ha acentuado el papel estratégico de la agricultura familiar y creado una mayor conciencia política y social sobre su importancia. Pero también impuso nuevas barreras para el acceso de esos agricultores a servicios de extensión rural, como la divulgación de informaciones técnicas y sanitarias, decisivas para mejorar la producción de sus cultivos y animales.
Esos efectos deben ser aprovechados por un lado y enfrentados por otro. La conciencia debe transformarse en acción, considerando la capacidad que tiene el sector agropecuario por apuntalar la reactivación de economías colapsadas por la pandemia.
Al mismo tiempo, los servicios de extensión deben estar cada vez más asociados con las tecnologías disponibles, capaces de fortalecer la agricultura familiar, aumentar su productividad y generar más ingresos para los agricultores, en un contexto de respeto al medio ambiente y que considere su condición socioeconómica vulnerable.
El efecto destructivo del Covid-19 llegó también al modelo tradicional de extensión y la crisis creada por el virus debe ser encarada acelerando el uso de tecnologías digitales, que ofrecen la oportunidad de una atención personalizada a distancia a un costo menor que el sistema vigente durante décadas.
Si el sector agropecuario puede liderar la recuperación post pandemia, debemos poner el foco en estrategias para la diseminación de la tecnología, la expansión de infraestructura de telecomunicaciones y la facilitación del acceso masivo a teléfonos inteligentes.
Podemos convencer gobiernos, empresas y otros actores clave mostrando que invertir para mejorar la conectividad rural genera retornos en escala cada vez mayor, como es posible ver en Etiopía, Kenia e India a partir de ejemplos presentados por Michael Kremer, Nobel de Economía 2019.
Esa infraestructura es la base de una incipiente revolución agrícola digital, que permitirá acceder a información en tiempo real para la toma de decisiones y un manejo mucho más preciso basado en el uso de buenas prácticas.
Esa revolución beneficiará los pequeños productores, las mujeres y los jóvenes del medio rural, mejorando sus condiciones de vida. La agricultura digital basada en un uso intensivo de dispositivos tecnológicos, inteligencia artificial y aprendizaje en línea, tornan a la información pasible de ser programada y customizada conforme a las necesidades de cada uno de los pequeños agricultores.
Será necesario adecuar el enfoque de la tecnología y diseñar mensajes que faciliten la comprensión, ensanchando horizontes de quienes necesitan y consumen información: los agricultores. Para esto es muy relevante el papel de la cooperación técnica.
Está demostrado que el uso masivo de la tecnología tiene una perspectiva práctica: se orienta a resolver problemas en el campo con costos acotados. Es entonces una estrategia viable y efectiva para mejorar la vida en los territorios rurales, una cuestión de supervivencia para nuestras sociedades cada vez más urbanas.